viernes, 15 de agosto de 2008

Sinceramiento, causas y efectos frente a la violencia escolar

Artículo extraído de Liedu, Nueva Alejandría N°2033

por Hugo M. Castellano

Estimados colegas y amigos,


Los episodios de violencia y descontrol juvenil siguen sacudiéndonos con creciente frecuencia e intensidad. Las pocas encuestas que circulan parecen confirmar la misma tendencia que aflige a otros males sociales como la delincuencia, de cuyas actividades sólo se denuncia formalmente una mínima fracción, y lo que llega a los medios (y por ende a la conciencia pública) es
todavía mucho menor.

En mi respuesta a Claudia Solís en el digesto 2031 me refería justamente a la natural predisposición de las autoridades escolares para evitar que los actos graves de indisciplina trasciendan, y lo mismo pasa con las familias y con nosotros mismos, como docentes. A todos nos ha sucedido perder el control de una clase o enfrentarnos a un alumno que altera el
orden, y la primera reacción de la mayoría es cerrar la puerta del aula para mantener el conflicto lejos de miradas indiscretas y potencialmente acusadoras.

Si el error ha sido nuestro, deseamos que no se sepa; si no lo fue, procuramos evitar que nos lo endilguen.

Cuando el problema es verdaderamente difícil, sobre todo cuando tiene aristas sexuales, al instinto de preservación se le suma la vergüenza. Muchos padres claman a los cuatro vientos cuando sus hijos son golpeados, pero muy pocos proceden con la misma vehemencia si se trata de violaciones. En esos casos la exposición pública puede llegar a ser un estigma imborrable para la familia y para la víctima directa.

En otro terreno, los propios políticos reaccionan de un modo similar cuando recriminan a los medios por la difusión que hacen de la violencia escolar y denuncian campañas "de distracción o desprestigio" a pesar de la evidencia estadística que prueba que, por más que se esfuercen, la televisión y los periódicos solo
explicitan un mínimo de lo que sucede. Es que no les preocupa todo lo que sucede, sino lo que se sabe que sucede, y de eso lo que les preocupa es que se sepa, no que suceda.

Conozco muchos colegas que llevan esta estrategia al extremo y creen haber encontrado la fórmula perfecta para sobrevivir en medio del caos: mirar para otro lado, evitar involucrarse, negar la realidad. Son los que dicen "a mí no me pasa" o "nunca supe que eso sucediera en mi escuela", cuando cualquier observador imparcial detecta lo contrario sin mayor esfuerzo.

También hay una variante que suele desentenderse de lo que sus alumnos hacen fuera de la escuela, como si se tratase de otras personas diferentes de las que ellos deben educar en clase, como si el espacio social pudiese compartimentalizarse en sectores inconexos.

La situación se agrava todavía más cuando, pese a la facilidad que nos ofrecen los medios modernos, la información se presenta descontextualizada o, peor aún, se evita conectarla con
lo que sucede, por ejemplo, en otros países. En la ciudad argentina de Viedma se ha conocido el caso de una niña de 10 años que fue expuesta teniendo relaciones sexuales con un adolescente de 16 a través de los teléfonos celulares de sus
compañeros de aula. En Asturias, España, un grupo de adolescentes fue detenido luego de publicar en YouTube otro video donde recibían sexo oral de una menor.

Estos hechos, ocurridos casi en simultaneidad, pueden o no ser concomitantes, pero ningún análisis estará completo si se ignora la globalidad del fenómeno y la universalidad de sus causas.
Por más comprensibles que sean todas las reacciones de negación y ocultamiento, el verdadero desafío es ATREVERSE A
CONOCER como punto de partida hacia la solución de los problemas. No es valiente quien no conoce el miedo, sino quien lo domina. No es útil quien ignora los problemas, sino quien los combate. Los educadores tenemos una responsabilidad suprema en esto; tal vez no podamos brindar todas las soluciones, pero es nuestra obligación indelegable exponer todos los problemas, admitirlos, sacarlos a la luz y contribuir a darles respuesta exigiendo la participación de todos los actores sociales involucrados.

En esta vena, comparto la reciente decisión de la autoridad educativa de la Ciudad de Buenos Aires de recuperar para los
docentes una serie de instrumentos formales para controlar la disciplina en las escuelas. Y lo hago, antes que nada, por el explícito sinceramiento que trasunta la medida. A la hora de decir "basta", lo primero que se termina es la duda sobre si las cosas suceden o no, sobre si hay que intervenir o no, sobre si hay
que involucrarse o hacerse el distraído.
A pesar de las encuestas preliminares que le dan más de un 95% de aceptación, es obvio que la medida será resistida por una minoría activa y reaccionaria. Son muchos años de permisividad
y estulticia para borrarlos de un plumazo. Pero el desafío está planteado en el reparo de ese rector que comentó que "para los docentes, aplicar sanciones es siempre una tarea problemática porque quedan expuestos" (
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1039454).


Hablemos en serio: ¿cuál es el problema: aplicar sanciones o quedar expuesto?
Porque no se concibe -al menos yo no lo hago- un docente que se precie de serlo y que no se atreva a "quedar expuesto" por aplicar sanciones cuando lo considera justo. Y, por otro lado, ¡qué insensatez! Si es "problemático" quedar expuesto
por aplicar sanciones... ¿no lo es más no aplicarlas y quedar a merced de los impunes?
Sobre la justicia de las sanciones, yo creo que hay que instalar una máxima muy simple: todos los actos traen consecuencias.

Toda causa produce un efecto, y después de cada indisciplina, de cada insulto proferido, de cada agresión violenta, de cada desprecio discriminatorio, de cada transgresión, en fin, es esperable una reacción de igual magnitud y signo contrario. Si el
agravio fue indeseable para quien lo tuvo que sufrir, la sanción deberá ser indeseable para quien agravió. La justicia castiga al culpable, pero al mismo tiempo repara el daño y compensa a la víctima, aunque sea simbólicamente. La sanción es un efecto que a su vez es causa del reestablecimiento del orden quebrado por la falta. Por eso, dejar una transgresión sin castigo es volver a
victimizar a la víctima; es negarle el derecho al resarcimiento. Soslayar la sanción es, en sí mismo, un acto de INJUSTICIA.
Por encima de esto hay otro principio más fundamental todavía: la presunción del libre albedrío. Según yo lo veo, hace falta un exceso de buena voluntad, ingenuidad culposa o dogmatismo
ideológico para negar la responsabilidad personal de cada alumno frente a un acto de indisciplina o descontrol. Lo contrario sería admitir que un estudiante no sabe que violar a una menor es un delito, que insultar a un profesor es una falta inaceptable o que acometerla a golpes con el prójimo va contra el orden social.

Pueden -y deben- admitirse atenuantes, pero jamás, bajo ningún concepto, pueden éstos convertirse en garantía de impunidad.
Lo obvio es a veces sorprendente por la rareza de su aceptación.

¿Puede un estudiante convencernos de que apaleó a un compañero creyendo que estaba procediendo bien?

¿Puede acaso justificarse una violación o un abuso sexual diciendo "no sabía"?

¿Pueden tolerarse las groserías de un alumno cuando se justifica diciendo "hago lo que hacen todos"?

Yo no me trago esa excusa "garantista" de la cadena interminable de responsabilidades, que pretende convencerme de que todos somos víctimas del desmadre social y no hay ningún culpable. Me parece insostenible negar el libre albedrío de los alumnos, porque eso implica negarles prácticamente su condición humana.


Por último, devolver a los docentes el poder de sancionar es re- establecer la lógica asimetría de la autoridad. La sanción es, en el contexto pedagógico, un acto educativo, y el maestro responsable directo de aplicarla. En la escuela, la sanción no solo es un acto de justicia; además -y sobre todo- ENSEÑA simbólica y preventivamente sobre todo lo que implicará la falta de respeto por las normas fuera de la institución escolar, en ese mundo real donde los castigos son por lo usual mucho más severos, crudos e inexorables.


Ahora, al menos en la Ciudad de Buenos Aires, los docentes tenemos en nuestras manos una herramienta para sincerarnos y responsabilizarnos por lo que sucede en las aulas. Que la usemos con honestidad y criteriosamente es un deber, una obligación, y por fin ha vuelto a ser un derecho. Es de esperar que el ejemplo cunda.

¿Estaremos a la altura de las circunstancias? Ojalá así sea.

¿Qué opinan ustedes?